lunes, 25 de diciembre de 2006

por Franklin Morales 7 de junio 1996

Los clubes de fútbol, como cualquier otro club, son seres vivos a quienes mueven las mismas cosas que a las personas. Los estremecen sentimientos y ambiciones, los guían inteligencias y esperanzas, los paralizan miedos e incertidumbres, los sostienen recuerdos y nostalgias, sufren y ríen.
Y los empuja una necesidad -más fuerte que el hambre y el sueño humanos- de hallar un día su propio profeta, seres casi extinguidos en la cancha y más raros aun entre los dirigentes.

Peñarol, que conoce de redentores en la cancha, halló a su iluminado conductor en la lista 1 de las elecciones del 18 de enero de 1958, detrás de Gastón Guelfi y Fernando Perrabere.

Cerca de 40 años Washington Cataldi y la entidad serían de tal modo uno para el otro, que el mejor Peñarol en el recuerdo de sus hinchas, el equipo que hacía "pata ancha" en cualquier cancha del mundo, sería a imagen y semejanza de Cataldi o no sería.

Había gozado del privilegio de que sus estados de ánimo los moldeara el fino estilo de José Piendibene, el santo furor de Gestido, el sacerdocio futbolístico de Obdulio Varela, la maestría del "Pepe" Schiaffino, la implacable ferocidad goleadora de Severino, Míguez, Ghiggia, Hobberg, Abbadie, Rocha, Spencer, Morena...
Pero no conocía el privilegio de que un dirigente fuera la institución misma, su ideólogo, gobierno y símbolo casi heráldico. En una simbiosis inédita y, quizás, irrepetible.
Cataldi gozó de una mágica aureola donde cabían todos los poderes, todos, hasta la potestad de que el sol saliera a las 20 si, en agosto, Peñarol necesitaba una noche templada para ganar en la cancha de taba que, en tiempos idos, fuera la Copa.

Caudillo, más que un líder por la devoción con que le siguió el hincha, a ningún dirigente se le otorgó tanto poder. Ni al legendario Julio María Sosa, primer presidente honorario, quien en los años 20 presidiera el club y simultáneamente, al Consejo Nacional de Administración en el Ejecutivo colegiado de entonces. Cuando Cataldi se alejó, había forjado un Peñarol como nunca fuerte, orgulloso y seguro de sí cuya vigencia es palpable.

Creó una cultura de gobierno que persiste, aun por ausencia. Extraordinarios dones de inteligencia clarividente e imaginación creadora le permitieron clausurar épocas del fútbol del país, del continente y del mundo y trazar los días que transitamos.

Como ser clave en mil instancias de las que entresaco -apenas- dos: la elección de Joao Havelange en FIFA y la Copa de Oro. Un torneo entre Campeones Mundiales que se repetirá en el 2030, medio siglo que mide una excepcionalidad que no valoramos.

No dejó sucesores, no es posible transferir el misterioso don que a los más nos hace pastores, y a los elegidos profetas.-

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